Más allá del algoritmo: repensar la cognición desde la complejidad viva (3a parte)

 Si los primeros apartados nos invitaban a salir del paradigma computacional y a reconocer el paradigma transdisciplinario de todo conocimiento vivo, este tercer apartado nos exige dar un paso más allá: repensar la ecología del saber como una condición para habitar la incertidumbre del siglo XXI. En este contexto, distintas voces filosóficas y científicas nos ayudan a ampliar la mirada.

Por ejemplo, lo que plantea N. Humprey (1992) en cuanto a la conciencia como fenómeno evolutivo. En su libro, "A History of the Mind", sostiene que la conciencia no es un accidente metafísico ni un epifenómeno del cerebro, sino una invención evolutiva: un recurso que surgió para dotar a los organismos de la capacidad de generar un "teatro interior", donde la vida pudiera sentirse y narrarse a sí misma. Esta tesis nos recuerda que conocer no es un acto externo y abstracto, sino una experiencia íntima y encarnada, que tiene sentido porque está ligada al hecho de estar vivos y al deseo de seguir siéndolo.

Si trasladamos esta visión a la ecología del saber, la conciencia se convierte en un espacio reflexivo colectivo donde las sociedades pueden experimentar su propia vulnerabilidad planetaria. No se trata solo de producir información, sino cultivar experiencias compartidas de sentido, que nos permitan reconocer los riesgos y posibilidades de la existencia común.

En ese sentido, Peter Sloterdijk (2022) aborda su reflexión hacia las sociedades mediáticas, tecnologías antinaturales y homotécnicas, en su texto: El sol y la muerte, advierte sobre el advenimiento de sociedades cada vez más mediáticas, donde la realidad es modulada por sistemas de comunicación que configuran la percepción colectiva. En este marco, la ecología del saber no puede ignorar que gran parte de lo que "sabemos" hoy es mediado por pantallas, algoritmos y narrativas masivas que construyen horizontes de verdad y falsedad.

Sloterdijk también señala la irrupción de tecnologías antinaturales, aquellas que no solo transforman la naturaleza sino que la sustituyen por una segunda naturaleza artificial, así como el inicio de una nueva fase técnica, la imitatio naturae, en la que la técnica no imita la forma de lo natural, sino sus dinámicas vitales. Esto da paso a lo que el autor denomina homeotécnica: una inteligencia tecnológica que busca aprender de la vida para diseñar sistemas de regulación artificiales.

Desde esta perspectiva, la posmodernidad no es simplemente una crisis cultural, sino la entrada a una era donde el poder técnico disputa a la vida misma su capacidad de autorregularse. La pregunta crítica es inevitable: ¿hasta qué punto esta homeotécnica puede servir a la ecología del saber sin convertirse en una forma de dominio total sobre la vida?

Esta reflexión la podemos contrastar con la aportación que realizan Mahner y Bunge (1997), en su libro: Fundamentos de Biofilosofía, los autores ofrecen una perspectiva materialista crítica frente a la noción de una "vida artificial" completamente separada de lo orgánico. Rechazan el programa fuerte de la vida artificial, que pretende replicar la vida como un mero proceso computacional, y cuestionan la validez científica de explicaciones teleológicas que atribuyen fines predeterminados a los fenómenos naturales.

En su lugar, proponen la noción de teleonomía, un concepto más preciso y científicamente más aceptable para describir las finalidades aparentes en sistemas vivos. Esta teleonomía se analiza desde tres dimensiones:

  • Hemiteleonomía: Finalidades parciales en procesos biológicos (ej. el corazón bombea sangre).
  • Panteleonomía: Crítica a la idea de que toda la naturaleza tiene un fin global preestablecido.
  • Crítica al programa genético: No como causa determinista de la vida, sino como estructura que confiere metas posibles, en diálogo permanente con el entorno y la contingencia.
Desde la óptica de la ecología del saber, esta crítica es fundamental: no podemos pensar la vida y el conocimiento como un software preprogramado, sino como un proceso abierto donde las metas emergen, cambian y se negocian constantemente.

La ecología del saber, nutrida por estas tres perspectivas, nos deja ante un dilema central: ¿seguiremos concibiendo el conocimiento como una simulación algorítmica, o lo reorientaremos como un proceso vivo, encarnado y abierto a la incertidumbre? 

Humprey nos recuerda que la conciencia es una creación evolutiva indispensable para dotar de sentido a la existencia. Sloterdijk nos advierte que la técnica contemporánea puede convertirse en una nueva forma de mediación y control global de la vida. Mahner y Bunge nos obligan a abandonar metáforas mecanicistas y reconocer la teleonomía de lo viviente como horizonte de inteligibilidad científica.

De esta convergencia surge un llamado: la ecología del saber no debe limitarse a gestionar información, sino a cultivar inteligencias múltiples y complementarias que hagan posible la vida en común en un mundo incierto.

¿Y el ámbito educativo? Debe prepararse para lo incierto. ¿Eso qué significa?

Si aceptamos estas perspectivas, la educación emerge como el espacio crucial para reorientar la ecología del saber, y nos indica ¿qué, para qué, por qué y cómo debe prepararse la educación en tiempos de incertidumbre? 

  • QUÉ: La educación debe preparar para la vida, no solo para el mercado. Ello implica formar personas capaces de comprender problemas complejos como el cambio climático, la desigualdad social, las injusticias y las migraciones, desde múltiples perspectivas.
  • PARA QUÉ: Para cultivar no solo competencias técnicas, sino también conciencia crítica, sensibilidad ecológica, creatividad y ética. La finalidad es aprender a convivir con la incertidumbre, no eliminarla.
  • POR QUÉ: Porque sin una transformación educativa, las sociedades seguirán atrapadas en modelos reduccionistas que privilegian la eficiencia sobre la supervivencia y la convivencia.
  • CÓMO: A través de pedagogías transdisciplinarias, proyectos colectivos vinculados a problemas reales, y un aprendizaje que conecte lo científico con lo cultural, lo local con lo global, lo racional con lo afectivo.
¿Estamos dispuestos a educar para la vida y no solo para el algoritmo?

Si la respuesta es afirmativa, entonces debemos asumir que la educación del futuro será menos un manual de instrucciones y más un ejercicio colectivo de imaginación, resiliencia y responsabilidad planetaria.

 

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